miércoles, 28 de septiembre de 2016

Una historia para nuestro tiempo


Marco Antonio, autorizado por los verdugos de César, sale a la plaza pública con el cadáver del tirano apuñalado en brazos. Lo saca a la luz del día, a "la luz pública", debidamente cubierto por una túnica que acabará descorriendo a modo del telón siguiendo una cadencia que tal vez Shakespeare apenas si reprodujo con variaciones: dramática, proselitista, eficaz. Lo deposita a cerca, a un lado, como un prestidigitador su galera, sus guantes, su bastón sobre la mesa trucada. Procura, en cualquier caso, darle una postura digna, la de la víctima inocente... y vejada; la de quien no sólo no merecía morir sino no dejar jamás a su pueblo, jamás de guiarlo, de... beneficiarlo, como pronto conseguirá demostrar. Y da (shakespeareanamente) comienzo a un sutil y demagógico discurso cuyo primer tramo es una exégesis de su amado jefe, donde da cuenta del amor de César por el pueblo como consta en el supuesto testamento cuyo contenido consigue que se le demande con ansiedad medida: un parque público, el usufructo popular del botín conquistado por el líder... Se trata de una jugada nacida de la pasión creadora, de la intuición proselitista de un conductor de hombres que sabe emular al jefe caído. Por momentos, ha rozado sutilmente la rabia que lo impulsa a condenar a los "traidores" con sorna ("hombres honorables sin duda"), buscando la complicidad de las masas. Son los que, en nombre de la "libertad" causaron unas  heridas irreversibles que van tomando  nombres propios: "por aquí penetró el puñal de Bruto", etcétera... La demagogia alcanza una altura semidivina que abre las puertas a la guerra.

Lejos ya en el tiempo, Shakespeare sublima la jugada maestra...; la hace en realidad maestra, lo fuera o no en su época. En todo caso, no podemos asegurar el grado en que la realidad fuese "sublime"...

Lejos en el tiempo, en el nuestro, nosotros podemos, en cualquier caso, comprobar lo lejos que la vida cotidiana está del arte. Lejos, después de incontables jugadas rastreras y circenses bajo las reglas del "Circo de Oklahoma" (Franz Kafka, América) que hoy imperan, vemos lo fútil de una y otra y otra subidas y bajadas del telón de la historia.

Pero lo peor es que haya tanto "texto impreso" y tanta "representación" que se esfuerce por no ir más allá de "la (pobre) vida misma". 






martes, 20 de septiembre de 2016

Despotricar contra lo inevitable (o "blasfemar") es a lo que estamos condenados

Sé por anticipado a qué miseria me va a llevar esta reflexión. Lo sé hasta tal punto que estoy por desistir de remontarla y, más aún, de exponerla... Pero, ¡qué demonios!, yo tampoco puedo renunciar a embestir...


La clave del problema es que, pese a que la reflexividad nos confunda, no hemos elegido nada: ni haber nacido, ni haberlo hecho en este mundo, ni disponer de instintos que nos lleven a aferrarnos a la vida en él, ni de privilegiar unas herramientas de supervivencia relativas, con las que hemos sido munidos, sobre las demás que podríamos igualmente adquirir. Claro que sin la reflexividad... no lo sabríamos, como aún les sucede a esos seres que llamamos animales y en los que no obstante estoy seguro de que a veces algo chisporrotea aunque sólo sea de manera efímera, lastimosa, inasible... a instancias de su "rudimentario" (pero prometedor) sistema nervioso. Sí, la reflexividad es la que convierte el hecho en problema, lo que pone de relevancia la clave de sí...

En cualquier caso, la propia lucha básica a la que nos empujan nuestras dependencias tiende a alejarnos de la resignación, es decir, nos conduce a sublimarse hasta convertirse en una lucha infructuosa llena de idílicas conquistas y por fin a la blasfemia, a las demandas que dirigimos a un dios ultra supremo contra el dios que nos impuso la realidad. Por lo general, buscamos los puntos aparentemente menos sustanciales o máximos, aparentemente más posibles de "enmendar", las pequeñas reformas que harían más amable (para nosotros) este mundo y esta vida..., pero eso no es más que un subterfugio, una invención para ignorar lo que en el fondo sabemos (de no ser así no tendríamos por qué negarnos a la "locura" del "blasfemo integral" o "sublime"): que no nos podemos resignar... porque, sencillamente, no podemos aniquilarnos y dejar el mundo a su deriva. Y no podemos hacerlo porque así hemos sido constituidos en correspondencia con lo que nos precedió. Más aún, por si fuera poco, porque así hemos sido adicionalmente educados: para el reforzamiento complementario del instinto –garantía de la multiplicación–, del que no nos fiamos, contra el que mantenemos una cierta distancia porque lo consideramos culpable junto con toda "la realidad", una desconfianza necesaria que nos permite vernos "por encima" de ella, por encima del mundo y de la vida, amos potenciales del universo, esa promesa del dios que nos hemos inventado y cuyo cumplimiento precisamente demandamos. Cerrando el círculo de la locura que aparenta no serlo. 

Así, algunos entrevemos la imaginaria, igualmente idílica salida que Pascal Quignard (*) reivindica haciendo referencia al antiguo pensador chino Chuang-tsé que proponía –¡por escrito... o de lo contrario Quignard o yo lo tendríamos que haber inventado sin referencia alguna, sin "el ejemplo" no consumado!– "vivir invisible en el fondo del callejón"... pero con esa astucia que como a una considerable porción de pensadores equiparables (un puñado de ellos citados por Quignard): "supieron inventar una forma implicante" (ibíd.)

Así es, acariciamos el silencio, el anonimato, la rareza, la incomprensión, la marginación..., sin dejar de buscar revertirlo, sin dejar de... "blasfemar"..., sin lograr resignarnos de verdad y dejar de dar gritos de socorro y embestir como los jabalíes ("singliers") –la porción de pensadores equiparables que Quignard cita–, fieras indómitas y solitarias.



(*) "Ultimo reino", en particular: "Los desarzonados", véase el capítulo XCV que abre paso al siguiente, titulado "Hay que recazar la mirada de los otros", o "Morir por pensar", capítulos XXXI (donde enumera a los blasfemadores) y XXXIV (donde citta a Chuang-tsé).

viernes, 9 de septiembre de 2016

"La botella precintada"; «Once upon a time there was a story that began»...(*) again...


 
¿Qué "cuenta" mi novela...? Hay ciertamente una historia, unas anécdotas, unas angustias, unas alternativas, situaciones particulares, encuentros, acciones, una aventura, búsquedas y frustraciones... Es (con todo lo que esto significa) una historia "para ser contada" a la vez que efectivamente "es contada". Es (más allá de "errores" y "caprichos" que me gustaría subsanar) Literatura. Y una Literatura que va más allá de ser vehículo para convertirse en protagonista de la historia a la que pretende pertenecer... Es protagonista en un mundo que ha institucionalizado su ausencia... pero que, como "los cardos caucásicos" de Tolstoi, resiste acurrucada a las pisadas de los domadores de la tierra y al paso de las orugas de sus máquinas... El "cardo" brota así sin voluntad propia... de nuevo, en realidad, como el arma posible para aventar la muerte, al menos para distraerla, y, mientras, para permitir la simulación de la vida, la vida de y en "otra parte"...

La acción en el año 72 dH. ("dopo Hebel") del nuevo calendario, que, de no haber aparecido "el fenómeno" (de Hebel, que apareció repentinamente en el horizonte una mañana) corresponde al "año del señor" de 2120..., en un mundo reducido, limitado, cercado, sobre el que pende la espada de Damocles del completamiento de la desaparición o... permitiéndoles "una segunda oportunidad" –porque... ¿cómo negarlo viendo que el cerco no se siguió estrechando, que Hebel, La Niebla, ha dejado de avanzar..., por qué no... para hacer de ellos los nuevos "elegidos"?–. Así, casi 80 años después, Dédalus –de nuevo Dédalus... en atención a la costumbre que se ha instituido de darle a los hijos el nombre de algún personaje sacado de los digestos de libros (o "cortes") que se ponen en circulación como para el recuerdo sacro de lo que se ha perdido–, un joven que, convertido en "lector de libros" –"lector" del "Gran Libro" en el que todos los libros se encadenarían sin límites y en el que buscará su "destino" en ellos fragmentado en incontables "enunciados" parciales e incompletos–, se lo hace "responsable" de una nueva misión "absurda" que se superpondrá a la encomendada por su madre desde el nacimiento, y, de ese modo, se lo invitará a escapar igualmente de ella y de su visible "absurdidad", de la maraña de "absurdidades" en la que se siente inmerso, mediante... el propio "absurdo", mediante... una invocación que lo define y lo empujará a "fabrifabular"...

El mundo que ha encogido, que ha seguido adelante dándose una “nueva” sociedad (hija bastarda de la “sociedad perdida”), reinventará la esperanza y reinventará la autodestrucción, la resignación y la venganza, la comodidad y la rabia. En el  se volverá a nacer para ser soldado e hijo, y para obedecer; obedecer a los que se hicieron antes con él, a los que definieron las reglas, a los que han sido a su vez empujados a la desaparición y a la oscuridad...; un mundo donde, seamos algo más concretos, Dédalus va siendo llevado de la nariz por las circunstancias, víctima de un mundo que se le impone y del que sin embargo obtiene unas cuantas  ventajas; un muchacho, más precisamente aún, que se encontrará con la obligación de ser a la vez guerrero de las fuerzas en pugna y paladín de su vejada madre; a prepararse para sobrevivir y matar, para vencer y engañar, para buscar refugio en la imaginación y por fin para someterse a sus designios..., y esto en medio de intereses y dogmas, del misticismo en el que se han refugiado los demás..., un tirano (Sutpen), general victorioso, que se guía por señales repentinas; unos “iguales” que persiguen la inmolación final de la especie a la que acusan de todo, ellos en primer lugar, que conseguirán el día en que logren dar de sí al “Transhumano”; una madre (Eulalia) que ha encargado al hijo la cura de su mezquino pero justificado dolor; una víctima de la que nace otra víctima cuyos finales tal vez no fuesen ni significativos ni más terribles que la continuidad de sus vidas...; y otros individuos, perseguidos, temerosos, que se refugian en la rutina, la locura o la lealtad a lo que deben ser...

Entre un “Antes” que reitera sus imposiciones a través de lo tangible (la madre y el Jefe) y un “Después” abierto, impredecible, tanto esperanzador como funesto, se suceden las 36 horas que van poniendo en escena los hechos y trayendo al presente los antiguos, hechos todos decisivos, contundentes, orientadores, traducidos al presente y al pequeño ámbito de la escena..., granos de nuevo de la incierta e inconclusa arena del tiempo que, encerrada en la clepsidra (una botella) no deja de girar, de repetirse, de repetir. O que, como fichas de un dominó, caen las unas sobre las otras para volverse a levantar y repetir el juego.

Así, entre ese "Antes” re-ordenado y el "Después" que se desencadenará y engarzará con aquel en "la marcha ciega", unas vidas particulares buscarán orientarse hacia y por donde imaginan que habría una salida, tropezando los unos con los otros, intentando aprovecharse y apropiarse los unos de los otros, consiguiéndolo a medias o no consiguiéndolo.

Y en el fondo, la vida, la re-construcción, la re-institucionalización, de la sociedad, de la cultura, de lo pequeño y lo enorme, de la riqueza y la miseria que contienen los detalles, del arte y la crueldad, la mezquindad y el arrojo, la tristeza y la alegría, el placer y el fracaso..., ¡eso que tanto nos sorprende, eso que... “parece mentira”!

La literatura, perpleja ante algo tan maravilloso, plasmará una y otra vez lo mismo, entonará la misma plegaria, propondrá el mismo viaje... “La botella precintada” no podría hacer otra cosa. En todo caso, al saberlo, ya no puede sino hacerlo de manera explícita. En última instancia, sólo se ha vuelto a intentar lo que John Barth plasmó en su legendario microrrelato "Frame tale" (*): «Once upon a time there was a story that began»...